jueves, 25 de febrero de 2021

Noches de verano.

Contigo fueron suficientes solo unas miradas. Después, todo olía como en una noche de verano. Los grillos cantaban. Estábamos en tu jardín, guitarra en mano, pero sin tocar, con los ojos cerrados, en completo silencio. Los días no eran duros, aunque nos pasábamos horas trabajando. La sensación al final del día era de paz. Supimos darnos la paz que necesitábamos.


Abrí los ojos después de escuchar como se movía tu silla de madera y me estabas mirando como se mira a los milagros, sin ser yo nada de eso. Te devolví la mirada. La admiración era absoluta, el cariño contemplable y la noche tenía limites, por lo que no debíamos perder tiempo. Nunca supimos qué éramos, hasta ese momento.


Empezaste a tocar esa canción como un reclamo para mi garganta. Cada vez estábamos más cerca y nos sentíamos más libres. Sonreíste. Lo habías conseguido. Nos reincorporamos cada ponernos frente a frente casi sin enterarnos. Un perro empezó a aullar ahí afuera. Me recoloqué la sudadera gris que me habías dejado. Y cesó el sonido de la guitarra.


Hablamos un rato sobre nosotros, sobre el pasado, sobre todo lo vivido, y cada vez estaba más cerca la hora. Mirabas nervioso el reloj, como si las prisas te estuvieran desbordando pero como si, a la vez, odiaras el paso del tiempo. Te levantaste, apoyaste la guitarra en la pared y acercaste tu silla a la mía. Y justo cuando me pregunté qué pasaba por tu mente, pasó.


El camino a casa fue por la autopista. La quinta canción de Lover estaba sonando y yo no podía cantar más alto. El motor descansó a las 22:03 de la noche. Nunca una noche de invierno fue tan noche de verano.