Se nos fue de las manos. Golpeamos la puerta con nuestros cuerpos al llegar al escondite. Fundidos en un beso eléctrico, inconsciente, lleno de todo aquello que habíamos aguantado durante años, olvidamos todo aquello que nos atemorizaba. Empezaste a recorrer con tus dedos mis espalda y yo no sabía ni dónde tocarte. Me quedé en blanco, cachonda, preparada para el homicidio.
Te quité la camiseta, te arrañé la espalda. Íbamos a hacerlo. Me sentía victoriosa, poderosa, sensual. Te tenía en mis manos. Me empezaste a besar como a quien besa al mayor de sus deseos. Aniquilamos el silencio de los años entre sudor y pensamientos. No había remordimientos. Veníamos a jugar.
Acariciaba tu pelo rizado mientras me ponía sobre tus piernas. Nada estaba pensado y, sin embargo todo nacía como si estuviera orquestado por el mejor de los directores. Suenan tambores de guerra al ritmo de nuestros gemidos. Atrévete a decir que no habías soñado antes cómo era follar conmigo.
No me arrepentí después de ver tus ojos ponerse en blanco. Me sentí la reina del mundo. Te besé aquellos labios que sentía como mi casa mientras cerrabas los ojos. Nunca había visto un cuerpo tan bien hecho como el tuyo.
Y volvimos a follar como locos.
Aquella fue la noche en la que supe que podíamos morir, porque lo habíamos hecho.
“Súbete, que sigo”.
Solamente falta que decidas quedarte, amigo.