Él era la personificación de mi instinto más primario, la carcajada antes de soltar la bomba, el bullicio que se forma en mi cabeza antes de cometer el peor de los pecados. Era todo aquello que estaba mal pero sabía tan bien. Aún reconozco mi mirada en aquellos que todavía son cómplices. Se veía nuestra estela desde Marte y todos lo sabían sin saber. Era el impulso más loco, más atrevido y valiente. Era las noches más oscuras y las mañanas más luminosas. Fue el rayo que me sacó de la mazmorra. Quizá por eso nos enamoramos, quizá por eso pensamos en retar al destino, al buen orden, a todo aquello que estaba bien.
Amorticé nuestra caída con un centenar de canciones. Tengo el hueco de tus besos marcado en la memoria de mis labios y alguna noche sale a buscarte, por si se te ocurre pasear por nuestras calles, nuestros miradores, nuestro bosque lleno de recuerdos, por todos aquellos bares que nos vieron bebernos los años desaprovechados, por cada una de las esquinas reconquistadas, por todas las curvas de mi cuerpo, por esta cama que aún te añora.
Prométeme que ya no lloras, que no extrañas nuestra coherente conexión. Júrame que llegaste a mirar a alguien como lo hacías conmigo, que no me hablas porque volverías a caer, o que sí lo haces porque quieres buscarme. Grítame que mi olor no sigue en tu estudio, que mi sudor no impregnó tanto tus sábanas, que cuando descansas a su lado no recuerdas cómo me abrazabas por la espalda. Júramelo, porque yo no puedo prometerte que no te pegaría otro baile.